“Como analistas nos ponemos a disposición del Si Mismo para que actúe en el análisis a través de nosotros. Entonces es el Sí Mismo quien dirige el proceso analítico y puede provocar la curación. La tarea del analista es ser portavoz del Sí Mismo..y dejarse guiar por él en el análisis”
(Walter Odermatt)
Esta afirmación tan rotunda de Walter Odermatt respecto al rol central del Sí Mismo en el proceso terapéutico puede resultarnos, a priori, llamativa ya que nos puede llevar a preguntarnos ¿Qué papel juega el yo del analista en el proceso de terapia?, ¿es un factor, como parece apuntarse, irrelevante para la mejora del paciente?
Porque en un primer momento, puede dar la impresión, si nos ceñimos a la literalidad de la frase, que para la psicología profunda el papel del yo del analista tiene poco que decir, ya que se le despoja de cualquier capacidad terapéutica, convirtiendo al ego en una especie de pasivo ventrílocuo que habla por boca de su mentor.
Sin embargo, este punto de vista es coherente con el papel central que juega la figura del Sí Mismo en el pensamiento de Walter Odermatt. De forma directa o indirecta su teoría del arquetipo central inunda su concepción del mundo y del hombre siendo su referencia última para comprender el ser humano y su desarrollo. Esta irradiación masiva del papel del Sí Mismo en los procesos de la psique hace que no parezca extraño que sea el propio Sí Mismo el protagonista central (consciente o inconscientemente) del encuentro entre analista y analizado, ya que permite que este último aprenda a relacionarse sanamente con su arquetipo central con la intención de convertirlo en referencia vital y guía de su conducta para su desarrollo. El arquetipo central esconde, en sus diferentes manifestaciones, el propio secreto del sentido de la vida.
Con esta tesis el autor suizo nos está diciendo, implícitamente, que el Sí Mismo tiene propiedades terapéuticas o, lo que es lo mismo, que sólo un Sí Mismo puede sanar la desviación de otro ya que, es esa conversación latente -dialogo entre inconscientes- de estas dos entidades psíquicas en diferentes fases de desarrollo la que hace posible una potencial sanación.
Hay que tener en cuenta, por una parte, que todo paciente es, en el fondo, un Sí Mismo en busca de su emergencia, de su manifestación, y que el sufrimiento psíquico al que está sometido no es más que una expresión sombría de un anhelo de ser que lucha por expresarse y que pretende, a través del acompañamiento que le presta el terapeuta, confirmar la certeza de que esa íntima y primigenia intuición que le dice que tiene seguir el camino del Si mismo, no es solo un camino potencialmente transitable, sino la única vía que permite el acceso al verdadero sentido de la vida.
Tampoco se debe olvidar, por otra parte, que la esperanza en la emergencia del Sí Mismo es lo que sostiene tanto el inicio del proceso terapéutico como su continuidad. De esta manera, el cimiento, la primera piedra de la terapia es que ese Sí Mismo del analizado que ansía revelarse detecte, en el analista, un interlocutor válido, esto es, una mirada transparente que deje traslucir un arquetipo central con la suficiente autoridad para acompañar, acoger y sostener la, aún, frágil consistencia del paciente y sea capaz de transmitir -no necesariamente de forma verbalizada- las necesarias certezas que permitan que las expectativas de manifestación del Si Mismo del analizado se perciban como viables.
Y es, después de esta reflexión, cuando podemos volver a hacernos la pregunta que iniciaba este texto:
¿Es realmente el yo del terapeuta un convidado de piedra a este encuentro de Sí Mismos?
Pienso que no, el ego del terapeuta debe estar, efectivamente, y en su mayor parte, ausente para el paciente. No le interesa saber quién es su psicólogo, ni le interesa su yo ya que alimenta, en secreto, la fantasía de que el analista es solo un Si Mismo. Y esta percepción es una buena señal terapéutica porque permite que el paciente active sus transferencias y el terapeuta las acoja, lo que significa que el analizado ha captado, inconscientemente, que su analista está en condiciones de responsabilizarse de la carga psíquica que soporta, depositando en el Sí Mismo del terapeuta la confianza necesaria para permitirle vislumbrar una salida a su situación. Pero, a la vez, ese ego no es, ni debe ser, invisible, ya que debe tener una presencia como representación perceptible del Sí mismo.
Si esto es así, ¿qué parte o que rasgos del yo del analista deben ser reconocibles, visibles para el paciente?
Señala Odermatt en su teoría de la conciencia del yo que existe una asociación entre la fortaleza del ego y el proceso de individuación de manera que, en las diferentes fases de desarrollo de la psique ambos elementos van unidos. Sin embargo, para que esta sincronía sea realmente efectiva es necesario que se cumplan con los requerimientos de las tres funciones, reconocimiento, aspiración y actuación. Esto significa que, para que un analista cumpla adecuadamente su función, no es suficiente que su yo haya reconocido su Sí Mismo, ni siquiera que aspire interiormente a culminar el proceso de desarrollo o que, incluso, lo haya iniciado, sino que la integración del Sí Mismo tiene que estar lo suficientemente consolidada en la conducta -actuación- del terapeuta para que permita la transparencia del Sí Mismo en su yo y, con ello, disponga de la necesaria “visibilidad” para que el paciente pueda traspasar la “materialidad” de un ego que, gracias a que ha diluido su versión narcisista, está en disposición de servir y no de servirse del Sí Mismo.
Es un yo, pues, que no esconde su relación con el Sí Mismo, sino que lo ejerce en toda su dimensión, y es precisamente el desarrollo de esta cualidad -la fortaleza visible del Sí mismo a través del yo- como el ego juega su papel activo en el proceso terapéutico. Solo un yo firme, creíble y seguro, que ha integrado, a través de la libertad del espíritu, su tarea de hacerse cargo de su Sí Mismo es capaz de hacer presente y sostener sólidamente la visibilidad, presencia y magnetismo del arquetipo central en el encuentro entre analista y paciente. El terapeuta no puede transmitir dudas alrededor de aquello que representa, porque de ello va a depender que el paciente pueda ver y generar confianza en el proceso al que se le invita a unirse y, con ello, acceder al deseo secreto que late detrás de la decisión de iniciar una terapia, que no es otra que la voluntad de emanciparse de las sombras y complejos que impiden que todo nuestro potencial de vida salga a la luz.

Horacio Vicente

 

 

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